miércoles, 3 de febrero de 2010

Capítulo I

"Tengo que olvidarle, tengo que olvidarle, tengo que olvidarle…"
Así me quedé dormida aquella noche, como me había ocurrido tantas otras desde hacía casi dos años. Todo empezó un verano en el que abrieron una heladería a 200 metros de mi casa. Mi amiga Eva y yo nos pusimos muy contentas, y desde el primer momento pensamos en las horas que allí pasaríamos. Por aquel entonces tenía 13 años, Eva los cumpliría aquel verano, el 22 de agosto. Recuerdo que el día de la inauguración de aquel establecimiento, las dos estábamos como locas por ir a verlo. Esa tarde nos arreglamos en mi casa, y en cuanto oímos el gentío en la calle nos apresuramos en salir. Cuando llegamos a la puerta, ambas quedamos maravilladas; el lugar había sido decorado con un gusto exquisito: en las paredes se podían observar imágenes con diferentes tipos de helados, sobre un fondo en tonos vainilla y caramelo. El techo se componía de espejos, dispuestos en horizontal, y en forma de rectángulo. El suelo era de losas de mármol blanco, y las mesas estaban elevadas por plataformas, todas dispuestas a diferentes alturas, a las que se accedía mediante unas escaleras. El mostrador quedaba al fondo de la sala, en frente de la entrada. En la pared que abarcaba el mostrador, que por cierto, era bastante grande, pues el lugar era muy extenso, se situaban dispuestos en vitrinas los utensilios de trabajo, los embases para el helado, las cartas donde se encontraban reflejados los productos, las neveras con los comestibles, e. t. c.
Yo tomé una foto en la entrada, e inmediatamente después nos dispusimos a entrar con unos vales de consumición gratuita que nos habían repartido en la fachada.
Cogimos nuestras copas de helado, yo una de 4 chocolates distintos, y Eva una de vainilla y 3 chocolates, ambas adornadas por virutas de galleta y una sombrilla muy graciosa, con colores llamativos, y decidimos sentarnos en la esquina de la derecha que daba al exterior. Había un gran ventanal, cuyos bordes eran de un color marrón oscuro, con un acabado en mate; eran realmente preciosos. Estuvimos allí hasta las 8 de la tarde, ya que debíamos estar en mi casa a las 8 y cuarto. Eva se quedó a dormir conmigo, y pasamos la noche viendo películas, chateando con varios amigos y charlando sobre el que a partir de ese momento sería nuestro lugar preferido: la heladería de los deseos. No nos quedamos dormidas hasta después del amanecer. A la mañana siguiente tuvimos que madrugar, -nos levantamos a las 9 de la mañana, teniendo en cuenta la hora a la que nos acostamos-, pues debíamos acompañar a nuestras madres al instituto, ya que era el día de la recogida de notas, las cuales marcarían el destino de los próximos casi 3 meses. Las dos estábamos notablemente inquietas; éramos conscientes de que no nos habíamos esforzado lo suficiente aquel año: por alguna razón que ignorábamos, nos resultaba casi imposible concentrarnos a la hora de estudiar o de hacer deberes. Aún así, en el fondo ambas teníamos la certeza de haber aprobado todas las asignaturas, aunque no estuvieran calificadas con las notas deseadas. Al llegar al instituto, fuimos conscientes de la interminable cola que tendríamos que soportar hasta que nos dieran el dichoso boletín, pero en seguida se nos pasó el mal humor, al ver que otros compañeros también estaban, y el patio exterior se encontraba abierto para que todos los alumnos aguardaran allí a sus parientes.
Hablamos con Sofía, una chica que, a pesar de haber entrado en nuestras vidas aquel curso, rápidamente se había ganado el cariño de todos con sus bromas, su simpatía y su paz. También hablamos con Carlos, Jaime, Juan, Pablo y Guzmán, el quinteto de graciosillos de nuestra clase. Se pusieron a contar batallitas de su salida la tarde anterior al centro comercial, y ninguna de las tres fuimos capaces de contener la risa ante tales burradas relatadas por nuestros amigos.
Al poco tiempo llegaron Irene, Paula, Sandra, Andrés, Miguel, Omar, Jesús, Sergio, Marina y Elisa.
Todos entraron casi de golpe, aunque la mayoría llegó por separado, salvo Irene, Paula y Sandra que habían quedado con sus madres para venir juntas. A los 15 minutos llegó Darío, el único de nuestra clase que faltaba. También el chico más importante para casi todas las chicas de nuestro curso, ya que era realmente guapo, y además muy simpático. Por alguna razón que en ese momento yo desconocía, se estaba volviendo muy creído y un poco irrespetuoso. Ahora hacía chistes sobre la mayor parte de la clase, y siempre predominaban las chicas como blanco de sus pesadas bromas que, a veces, rozaban la crueldad. De mí se reía, pues por aquel entonces aún no me había desarrollado totalmente –como es natural-, y mis pechos aún tenían que crecerme un poco; también porque justamente durante ese curso me había tocado llevar puesto un corrector dental. A mí me había gustado un año atrás, pero lo cierto es que en ese momento le detestaba. Además, aquel día llegó con ganas de hacer bromas crueles, de esas que verdaderamente hieren. Yo le vi venir, aunque todas mis compañeras, incluso Eva, que compartía mi opinión sobre Darío, suspiraban profundamente al verle y ponían sonrisas dulces a cada uno de sus gestos. Él era consciente del poder que tenía sobre aquellas chicas, e igualmente sabía la envidia muda que los chicos sentían hacia él, aunque eso, lejos de molestarle, le gustaba; es más, le divertía, y mucho. Yo, desde el primer momento a la defensiva, le respondí a su aparente cortés saludo de:
-Hola Helena, ¿cómo te va?- Con un: - Me iba mucho mejor antes de que aparecieras. Él puso cara de pocos amigos, aunque la dejó pasar.
En seguida siguieron con los chistes, y todo volvió a la normalidad. El tiempo transcurría deprisa, y sin que nos diéramos cuenta. Poco a poco fueron llegando padres a recoger a sus hijos, y éstos se iban despidiendo, algunos con mucha alegría, y otros con una gran desgana reflejada en el rostro. Una de esas veces se levantó Omar, un chico bajito y flacucho, de padres musulmanes y nacido en España. Era muy tímido, aunque resultaba agradable estar en su compañía. A mí me encantaba aquel chico de pelos repeinados y vestimenta impecable, pues siempre estaba ahí cuando le necesitaba. Aprovechando la timidez de Omar, Darío le puso la zancadilla, y el pobre chiquillo cayó de bruces al suelo. Noté cómo mis mejillas se encendían, fruto de la rabia que se iba apoderando de mi cuerpo, y sin pensármelo dos veces fui en busca del impresentable que había tirado a mi pobre amigo.
Éste, percatándose de mis intenciones, echó a correr por el patio, para que yo fuera a buscarle. En ese momento, Eva me avisó de que nuestras madres nos esperaban en la puerta, y Omar me explicó que no merecía la pena pelear, pues lo que más les dolía a las personas como Darío era el hecho de que les ignoraran. Yo rápidamente reaccioné, me despedí de todo el mundo, y me apresuré en ir a buscar aquel pase a mi cielo particular, o a mi infierno. Todo dependía de aquel papel blanco y liso doblado por la mitad, en el cual se hallaba mi nombre escrito a bolígrafo, con una letra excesivamente retintada y en cursiva. En cuanto estuvimos en frente del lugar donde se encontraban nuestras madres, Eva y yo aminoramos el paso lo suficiente como para estudiar sus expresiones. Las dos parecían tranquilas e incluso tenían una sonrisa dibujada en los labios, así que suspiramos realmente aliviadas, y volvimos a aligerar el paso; me moría de ganas por saber qué les habían dicho, y a Eva también le hacía ilusión. Nuestras madres se abalanzaron sobre nosotras para darnos un fuerte abrazo y nos dieron la enhorabuena, pues, pese al gran cambio que habíamos experimentado al ingresar en el instituto, habíamos sabido mantener los aprobados en su lugar; incluso Eva había subido un punto en matemáticas, y yo había mejorado en dos puntos historia. Tras esto, las cuatro salimos al exterior, despidiéndonos de aquel ajetreado curso, y dándole la bienvenida a las que por fin podríamos disfrutar vacaciones.
Caminábamos hacia nuestras casas –Eva y yo somos vecinas y vivimos puerta con puerta-, cuando María, la madre de Eva, y mi madre, nos propusieron ir a almorzar a una tapería a la que nos encantaba ir, la tapería pinchos, y luego tomar el postre en la nueva heladería. A las dos nos encantó el plan, y nos entusiasmamos sobre todo con la segunda parte. En aquel momento ni siquiera sospechaba el giro que ese verano daría a mi vida, el cual no me dejaría indiferente.