Muchas noches esperé tu
llamada; hasta perdí la cuenta. Un sinfín de veces anhelé el amparo de tus
brazos, el respaldo de tu cuerpo, la calidez en tu voz. Bajo el peso de mi
sufrimiento, tantas veces he añorado tu consuelo, que al final me acostumbré.
Tú reprochas mi desprecio, mis vacíos y mi silencio, mas no reflexionas sobre
qué hizo que actuara así. Quizá olvidaste el desapego y la falta de ternura que
brindaste a mi niñez. Puede que no recuerdes cuántas cosas te perdiste en mi
crecer. No es que sea superficial y malcriada, pues no me refiero a festejos,
sino al cambio de mi voz, el desarrollo de mi cuerpo, los cambios en mi forma
de ver la vida, de valorar lo correcto, y, en definitiva, la madurez que he ido
adquiriendo. Son muchos los momentos importantes que te perdiste; sin embargo,
lo justificas todo con más reproches, con más excusas absurdas, parches que
jamás podrán tapar el vacío que tú mismo has ido abriendo. Por todo esto, papá,
no pidas ahora que lo olvidemos, que recuperemos lo perdido, y no creas que con
unas pocas palabras, fruto del calor del momento, vas a cambiar lo que siento,
pues cuando se quiere, se demuestra con hechos.