Aquella tarde me senté en el banco de la plaza central del pueblo. Lucía un sol esplendoroso. los chiquillos correteaban por mi alrededor bromeando y jugando, tan infantiles, aún con la inocencia intacta. Me recordaron a aquellos tiempos en los que yo también fuí una de esas pequeñajas que jugaban al escondite, temerosa por que la encontraran.
También se podían ver allí algunas jóvenes parejas, tan risueñas y ofreciéndose tanta ternura, tanto amor, tanta pasión... Dulce adolescencia, pensé.
Un señor estaba sentado frente a mí, al otro extremo de la plazuela, enfrascado en alguna novela que sin duda debía ser interesante, pues no levantó cabeza hasta que el sol se ocultó dejando paso a una preciosa noche, cuyo manto, cubierto de estrellas, parecía prometer a cada cual lo que quiera que estuviera deseando. Entre tanto, yo dediqué la tarde a reflexionar sobre lo relativo del tiempo.
Para un niño, la vida es infinita. Todo parece cumplirse, porque con tanto tiempo, cualquiera podrá hacer de todo.
Para un adolescente, la vida pasa lentamente; nunca pasa suficiente tiempo para ellos, pues nunca ven el momento de poder cumplir sus ambiciones.
Un jóven adulto comienza a darse cuenta, de que el tiempo no es tan inagotable como parecía al principio, e intenta empezar a mirar por el gran sueño que le dará la tan ansiada felicidad.
Una persona de edad madura, comprende que si sus sueños no se cumplieron, ya a esas alturas será demasiado tarde, y tiene que conformarse con lo que le ha tocado, renunciando a su completa felicidad.
Por el contrario, una persona anciana, con toda su sabiduría, comprende que la vida, con sus más y sus menos, es el mayor regalo que una persona pueda recibir, y que de una manera u otra, todos los que trabajan diariamente por y para su felicidad, acaban teniendo lo que de verdad querían: Un sinfín de pequeñas gratitudes que le han echo vivir una vida plena.
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