jueves, 11 de noviembre de 2010

Lola

Cada día sentía lo mismo: temor, inquietud, desconfianza, tristeza... Al despertar, le veía dormido en el filo de la cama, agarrado a la almohada, tan tranquilo, con una expresión tan dulce, que parecía la escena de una película de amor. Algunas veces incluso le invadía una infinita ternura, al recordar cómo la quería, porque eso creía ella, que la quería. Sin embargo, ese encanto se rompía en cuanto él, en pocos minutos, despertaba, y en vez de dar los buenos días que cualquiera esperaría de una bonita escena romántica, empezaba a dar gritos a Lola, quien al instante se ponía en tensión. Entonces la ternura se desvanecía y comenzaban los torrentes de temor, inquietud y desconfianza. Él se dedicaba a darle órdenes sin parar, y sin darle tiempo para que las ejecutara. Lola se sentía morir. La hacía creer que era una inútil, una inválida a quien le hacía un favor por dejarla quedarse a su lado. Qué equivocado estaba él...
Afortunadamente para Lola, su compañero tenía que ir al trabajo por la mañana temprano, por lo que le preparaba el café, aguantaba unos cuantos disparates sobre la supuesta actitud de ella, le buscaba la ropa y el maletín y finalmente le despedía. En raras ocasiones él le daba un beso, pero por lo general simplemente le pellizcaba "cariñosamente" el trasero y solía soltarle frases como "sé buena chica", o "no me obligues a tratarte mal". Después de esto, no acostumbraba a volver de la oficina hasta caída la tarde, e incluso bien entrada la noche. Y así era su día a día, desde que, a los 16 años, empezó a salir con aquel hombre. Y ya llevaban 10 más juntos. Ella se sentía mal cuando se quedaba sola, pues tenía demasiado tiempo para pensar; pensar en lo distintos que habían sido sus sueños cuando, nada más cumplir los 18 años, decidió casarse con Robert, su amado príncipe de los cuentos. Ella hubiera esperado hasta acabar sus estudios, y disfrutar durante más tiempo de su juventud, pero él le insistió tanto que, pese a que su familia se negaba, lo consiguió: consiguió casarse con Lola, y aislarla en una jaula vestida de hogar.
Los primeros meses no fueron demasiado malos; alguna que otra vez le alzó la voz mientras discutían, la insultaba cuando se enfadaba. Pero en seguida se le pasaba y todo lo que Lola veía eran besos, flores, bombones y un sinfín de atenciones que gustosamente aceptaba. De lo que no se daba cuenta es, que al aceptar eso se estaba dejando comprar: una vida de malos tratos a cambio de un rato de placeres. Aún así, ella creía pisar la luna cuando Robert se acercaba a ella como un gato que necesitara cariño, ronroneando para reclamar amor y suplicando perdón; un perdón que no se merecía, pues al poco tiempo volvía a hacer lo mismo, una y otra vez. El problema fue que, pasados esos primeros meses, el temperamento de él fue en aumento, y ya no solo le gritaba y la insultaba cuando se enfadaba, sino que, eventualmente, llegaba a las manos, dándole un empujón, un bofetón o un jalón de pelos. Además, sus insultos iban en aumento y con intención de dañar la seguridad de Lola. Aquellos años fueron un sinvivir, pues no podía ni respirar. No comprendía cómo su chico se había convertido en ese ser que le coartaba su libertad, y anteponía sus pensamientos a la felicidad de ella. Lo peor era que aún así, de alguna manera le comprendía y disculpaba. Al fin y al cabo, todo el mundo se cansa de ver siempre la misma cara, detectar los mismos errores y, sobre todo puede sufrir un mal día. Lo malo era que la rutina de Robert estaba llena de malos días, y Lola no quería verlo…
Lo que siempre se repetía sin cesar, era que ella había aceptado a Robert tal y como era y para toda la vida el día en que se casaron. Por ello y porque le amaba con toda la fuerza de su corazón aceptaba sus malas formas. Poco a poco él fue aumentando la agresividad. Además, la empresa para la que trabajaba quebró, quedándose sin trabajo, por lo que para Lola la vida era aún más dura al despertar, y más despreciable al acostarse. Él empezó a beber, y aunque creía controlarlo, fue aumentando la cantidad de alcohol hasta que lo hizo imprescindible para su vida. Se levantaba sobre el medio día, exigía a Lola algo de comer, veía las noticias deportivas y seguidamente se iba al bar a beber, gastando sus ahorros. Luego volvía en la madrugada y buscaba cualquier excusa para agarrar a golpes a Lola. Ésta no sabía qué le dolía más: si las bofetadas que recibía o los golpes que las palabras de Robert le propinaban. Al menos, en los últimos tiempos no tenía que cumplir con las obligaciones matrimoniales, ya que se quedaba dormido después de humillarla, sin darle tiempo a nada más. Y entonces le quedaba tan solo el consuelo de llorar a solas.
Un día, tras levantarse más tarde de lo normal, le pidió el almuerzo a Lola. Ésta se lo puso, como de costumbre. Estaba entusiasmado, algo que inusualmente sucedía. Aquel día ni siquiera se ocupó de incordiarla, sino que nada más comer, se vistió con sus mejores ropas, y se fue sin dar ninguna explicación. Ella no comprendía nada, pero se sentía aliviada de que al menos la dejara recoger la casa en paz. Sin embargo, no dejaba de inquietarse por el motivo de la alegría de Robert. Calló la noche, asique se duchó, cenó y se dispuso a acostarse como siempre, cuando su marido llegó con una descomunal borrachera, y una cara de enfado que la dejó helada. Lo primero que le dijo era que era una mala esposa que no cumplía con sus obligaciones, que ni siquiera limpiaba bien y sus comidas eran asquerosas. A continuación, su frase fue: ahora mismo vamos a ver si al menos me sirves como puta.
Ella se intentó negar, suplicó y hasta se agarró a todo lo que pudo para evitar que él la arrastrara hasta la habitación. Sin embargo la fuerza que tenía podía con todo eso. Cuando al rato terminó, Lola no quería vivir. El ser al que tanto amaba la acababa de violar. Aquella noche no durmió nada. Ni esa, ni las tantas siguientes, ya que cuando cerraba los ojos solo se veía a sí misma atada en una cama con aquel ser encima haciendo todo lo que le venía en gana.
Los días pasaron, y él parecía ignorarla por completo. Al levantarse ella, él ya no estaba, y no llegaba a la casa hasta que ella no estaba dormida. Pasaron las semanas, y Lola no menstruaba. Ella no le daba importancia, ya que estaba acostumbrada a esos desajustes. Pero cuando pasaron otras tantas, y seguía sin bajarle, empezó a asustarse. Robert, que ya se había dado cuenta de la falta que tenía ella, no dejaba de presionarla para que dejara de “dramatizar” las cosas, que no había echo nada que no tuviera que hacer, y que no tenía por qué estar como estaba. Seguramente, le repetía una y otra vez, no te bajará porque estás como una cabra, calentándote la cabeza todo el día. Pero Lola no podía evitarlo; estaba preocupada. Una tarde, aprovechando que Robert se fue, y conociéndole sabía que no volvería en un rato largo, bajó a la farmacia de debajo de su casa a comprar un test de embarazo. Echa un manojo de nervios, tras comprarlo volvió a su casa, y se lo hizo. Pasaron unos interminables minutos, tras los cuales el test dio positivo. Lola no podía creer lo que le estaba pasando. Estaba embarazada de casi tres meses. De repente, se sintió desbordada por todo; notó que las paredes de su casa daban vueltas, hasta que dejaron de ser visibles. Todo negro; se había desmallado.
Cuando despertó se sentía mareada y confusa. Pero de golpe, todo le volvió a la cabeza: se acababa de enterar de que estaba embarazada, que ya estaba en ese estado desde hacía casi tres meses, y su situación era una locura para tener un bebé. Desde pequeña había imaginado ser madre, y había pensado que esa etapa de su vida sería la más feliz. Sin embargo, ahora que le llegaba la oportunidad sentía que ese embarazo iba a poner más difíciles las cosas. Por unos segundos pensó en la posibilidad de abortar, pero la descartó en el acto, ya que sería incapaz de hacerle una cosa así a un hijo. Lo pensó durante el resto del día, y al final decidió contárselo a Robert; llegó a pensar que ese niño podría salvar aquel matrimonio.
Su marido llegó temprano a casa, y desde el primer momento notó que algo había cambiado en el interior de Lola. Y ésta, a sabiendas de que lo notaría, no esperó más y le dio la noticia de su embarazo. A él pareció sentarle bien esa novedad, y le hizo promesas ilusas a Lola de que a partir de entonces iba a mejorar, no iba a volver a tocarla ni física ni psicológicamente. Ella le volvió a creer.
Una vez más, esa actitud le duró un par de semanas, porque después volvió su postura insensible de costumbre. En realidad el niño no le importaba en absoluto, todo era igual; incluso era peor. La presionaba para que se deshiciera de la criatura que estaba creciendo en su interior. Aún siendo así, Lola le enfrentaba, pues era lo único que no estaba dispuesta a permitirle: ella amaba a su chiquillo por sobre todas las cosas; le daba las ganas de vivir que su marido le quitaba, y él era intocable; siempre encargaría de defenderle. Por él, sacaba fuerzas de donde no las tenía. Se acostumbró a desahogarse hablando a su pancita, le susurraba palabras de amor, le confiaba todos sus secretos. Todo esto la ayudaba a superar cualquier situación penosa con la que se topaba. Entre ella y su hijo se había creado un vínculo sagrado que estaba dispuesta a defender hasta la muerte.
Los meses fueron pasando, y la barriga fue saliéndole poco a poco. Con 7 meses tenía una barriga muy notoria, y una movilidad más reducida. Una noche, él llegó bebido de la calle, y empezó a forzar a Lola para tener sexo con ella. Sin embargo, ésta se negó, por lo que él empezó a golpearla fuertemente, hasta que ésta se dio un golpe contra algo duro y calló al suelo; Robert notó que un líquido transparente brotaba de Lola; se asustó, y llamó a la ambulancia.
Lola, a caballo entre la lucidez y la inconsciencia, luchaba para salir adelante por su chiquitín, Su única razón para vivir. Nada más llegar al hospital, el médico dijo que, debido a los golpes y la caída, la bolsa amniótica se le había roto, y su hijo estaba en peligro, por lo que iban a tener que sacarlo. Ella se asustó mucho, pues no quería perder a su bebé. El médico la tranquilizó, y le explicó que la mejor opción para él era estar en una incubadora. Finalmente Lola comprendió y accedió. La operaron, y su bebé nació sano y salvo.
-2 Kg, 37 cm, y con muchas ganas de vivir, Lola. Ha tenido usted mucha suerte.
Lola sonreía y lloraba de felicidad. Su hijo se había salvado, y ella también.
En cuanto la subieron a la habitación que le habían asignado, Robert intentó ver a Lola, pero a esta por fin se le calló la venda: tuvo claro desde aquel momento que su matrimonio se había acabado, y que no quería que jamás Pablito, su pequeño, tuviera que sufrir con un padre que jamás les querría.
Con ayuda del médico que la había atendido, y la colaboración del hospital en el que estaba, denunció a su marido, y comenzó a hacer su vida lejos de allí, reconstruyendo el puzle en el que se había convertido su corazón, ayudándose con el amor que sentía por Pablito, y viéndole crecer a salvo de los abusos que un hombre sin escrúpulos, su padre, le hubiera hecho sufrir, del mismo modo que se los había hecho sufrir a ella.

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